Una de las tantas mañanas a las seis
las acelgas, penca tras penca,
fueron robándome la infancia.
Era agosto y yo grité nunca más
-a las docenas que Don Tapia jamás pagó-
después de haber olvidado apagar la vela
que me despertó con un cálido abrazo de llamas.
Esa mañana despertamos todos en casa
que era un cuarto
de machimbre y chapa, seis por cinco.
Era agosto cuando lo miré y dije
-primo, basta, ya no más,
esto no tiene que ser nuestro futuro-.
Sin embargo
esperé diez años para que fuera legal
el quitarme el frío con un trago de alcohol.